Quiero el sur
como un destino del corazón
soy del sur
como los aires del bandoneón
Quiero el sur
su buena gente
su dignidad
Siento el sur
como tu cuerpo
en la intimidad.
Te quiero Sur
Sur
(un viejo tango, a mi me suena la versión de Gothan Proyect)
Cuando era pequeño, mi mundo era también, pequeño. Mi vida se restringía en ir de mi casa al Jardín de Infantes (que entonces tenía un nombre más romántico que “Primero de Básica”). Recuerdo que era muy feliz, que amaba mis lápices de colores y los legos (condiciones que, felizmente, no han cambiado, exceptuando porque ahora tengo muchos más lápices de color). Telejardín era un momento esperado de la tarde, Mazinger Z era mi máximo ídolo y dormía cuando terminaban los Picapiedras.
El mundo era mi barrio, mis amigos, los lugares donde me podía llevar mi bici (ahora sé que eran escasas tres cuadras, pero para entonces era muchísimo territorio) y lo que podía ver desde la ventana del transporte del Jardín. Era muy amigo de la tendera, una señora amable que me regalaba chocolates. El carpintero de la esquina, el zapatero y la verdulera eran parte del paisaje cotidiano.
Todo cambió cuando entré a la escuela. Mi escuela quedaba en el Norte. Por primera vez, tuve la noción de que existía un norte, que para mi era sinónimo de “otro mundo”. Entonces descubrí que allá habían edificios, muy, muy altos (para la escala de un niño de 6 años, infinitos).
Hasta el colegio, salvo por mis primos que estaban por alguna razón orgullosos de vivir al norte, nunca detecté problema alguno con mi lugar de residencia. Al llegar a la secundaria (que obviamente era en el norte de la ciudad) me di cuenta que el Sur, era sinónimo de “poca clase” o algo así.
Por entonces también descubrí que la ciudad era inmensa (mis dominios se extendieron al Inca y luego a Carcelén) y que mi casa, estaba irremediablemente en un zona casi prohibida. Mis nuevos amigos del colegio no querían ir a mi casa, había menos buses escolares para mi... en definitiva, el sur era algo especial.
Nunca sentí vergüenza de mi “sector”, pero fui asumiendo que todo lo bueno de la vida (era adolescente, pobre de mi) estaba en el norte: cines, centros de entretenimiento, centros comerciales, los mejores colegios de mujeres, es decir, yo dormía en el Sur, pero vivía en Norte.
Llegando a la Universidad, me di cuenta de una verdad. Mis compañeros arquitectos se veían forzados a ir al sur, a analizar el espacio urbano y esas cosas tristes que les toca a ellos. Yo, voluntarioso y cual nativo de la selva, los acompañaba y entonces me di cuenta de la verdad: para ellos, el sur era ir de safari. Era incomprensible que haya un fabricante de guitarras, un zapatero remendón o una verdulera cada cuadra.
Entonces redescubrí, a través de los ojos de ellos, mi sector. El sur sigue siendo otro mundo, un mundo alterno de la ciudad en donde la cultura popular palpita en cada esquina, donde las tribus urbanas son más evidentes, los oficios artesanales se conservan, la línea del tren recuerda a otros tiempos, y no es extraño encontrarse un cultivo de maíz en algunos jardines... el sur guarda todavía mucho de rural
Pero también es la puerta trasera de la ciudad, “para mi, la ciudad se acaba en la Patria”, caótico, “hasta la Virgen del Panecillo nos da la espalda”, hogar de obreros, oficinistas y uno que otro bloger (como el que escribe). Hay que soportar el tráfico como en ninguna otra parte de la ciudad, solo nos llega el trole (versus los TRES sistemas de transporte masivo que funcionan en el norte).
A pesar de todos los pesares, amo vivir aquí. Es más incluyente estar de este lado, ver la ciudad desde acá permite tener una visión más incluyente, permite comprender mejor esta ciudad. Si tiene la oportunidad, visite el sur, acá está una buena parte de la verdad de Quito, venga y conozca “El sur del Cielo”.